Editorial de Tercer Canal
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Bonilla, Alcocer, Sarabia u Olmedo han sido los nombres que se han asociado con la primera presidencia de izquierda en el siglo XXI en Colombia. No ha sido tan utilizado el programa de gobierno ni las banderas del presidente como los recursos retóricos. En su lugar, ha sido el ritmo de la política como escándalo lo que ha estructurado la narrativa dentro de la sociedad.
Pocas veces el país había quedado tan subsumido en el psicoanálisis y la reflexión sobre los círculos más cercanos al poder para entender la dinámica del gobierno. Pero hoy pareciera que solo existe eso; el máximo logro es sostenerse en la Casa de Nariño. Como lo señaló hace pocos días un desmovilizado del M-19: “En esta instancia, el único triunfo posible es terminar el gobierno”. Dentro de la izquierda hemos optado por el camino fácil: “el fascismo nos ataca”, “el golpe de Estado”. Sin embargo, lo cierto es que el entrampamiento que tanto se señala es fruto de un harakiri, es decir, un suicidio ritual.
Dejemos de buscar la pureza de la ideología, que por suerte ni Petro mismo posee, y abordemos un problema a la vez:
La relación con el Congreso. Desde que inició el gobierno, la cabeza del Ejecutivo optó por “el pedaleo”, impulsado principalmente por los exministros Alfonso Prada y Luis Fernando Velasco. Esta táctica se basaba en una negociación individual con cada congresista o en permitir que ellos formaran pequeños grupos. Esa dinámica hacía que la única negociación posible fuera transaccional, nunca política.
La raíz de este problema fue la obsesión ministerial de dividir partidos como el Liberal y el Conservador, algo que nunca lograron. Por el contrario, lo más sensato habría sido aprovechar el espíritu de gobierno de coalición que existía, inspirando un acuerdo que se reflejara claramente tanto en el Plan Nacional de Desarrollo como en la acción gubernamental. Este habría sido un camino democrático y anticorrupción, asumiendo que, como alguna vez Petro mismo dijo: “Los partidos de gobierno, gobiernan”. Apoyándose en la tradición republicana, según la cual la fuerza motriz del Estado colombiano es el gobiernismo, habría sido mejor cobrar políticamente por las responsabilidades inscritas en un pacto que sufrir las traiciones de actores oportunistas.
La relación con la rama de facto del poder público: la electoral. Los problemas en el CNE y el Consejo de Estado, que han sido sui generis en la tradición colombiana de respetar el fuero presidencial, se originaron en la pésima relación de la Casa de Nariño con estos organismos. No debemos olvidar que desde el DAPRE se dio la orden a magistrados progresistas y de centro para votar por el nefasto César Lorduy como presidente del Consejo Electoral, del mismo modo que ocurrió con Maritza Martínez en el CNE.
Detrás de una pantomima de eficiencia se ha ocultado en Palacio una enorme incapacidad política. Ni qué decir de la ineficacia del Ministerio de Hacienda para garantizar la tan apremiante autonomía financiera del CNE, lo que permitió que figuras como el exregistrador Alexander Vega, hoy presidente del Partido de la U, tuvieran influencia en la toma de decisiones y jugaran a la política electoral.
Falta de figuras clave. Existe una incapacidad de destacar figuras con experiencia política y administrativa que se alinearan con los propósitos estratégicos del gobierno. Hasta hoy, tres alcaldías de izquierda en Bogotá, algunas gobernaciones y gobiernos locales, así como experiencias individuales, han sido relegadas de la posibilidad de aportar al Ejecutivo del cambio porque no pasaron el filtro del DAPRE. Cabe preguntarse si esos filtros reflejan realmente los intereses del presidente.
Petro mismo ha citado que “El error de Bonilla es la ingenuidad académica, pensar que todos tienen la misma altura intelectual. Por eso desobedeció mi indicación de no confiar en los funcionarios uribistas de Minhacienda”. Sin embargo, una de las personas que controla el computador de Palacio es Jaime Ramírez Cobo, cuyo pasado político incluye haber trabajado con el senador Harold Suárez, del Centro Democrático. Los resultados: ser una figura clave en el escándalo de la UNGRD. Se necesita reconectar con quienes aspiraban al cambio, no con quienes buscaban cargos para servirse a sí mismos.
Finalmente, cabe preguntarnos: ¿quién acabó con el gobierno de coalición? El primer golpe fue la salida del gobierno de José Antonio Ocampo, Cecilia López y Alejandro Gaviria, por una reforma a la salud que hoy no tiene certeza alguna en el Congreso y que, inexplicablemente, se convirtió en punto de honor para un gobierno del que se esperaban, con mucha más urgencia e identidad programática, acciones frente al campo, la educación y la paz, agendas relegadas y en las que no había necesidad de reventar la coalición de gobierno para concretar avances importantes. A esto se suma el rumor constante de Sarabia intentando armar y desarmar un gabinete, más con vocación de control que de acuerdo político.
El balance es desalentador en las prácticas de poder. Nunca se entendió que apenas se ganó por algo más de cuatrocientos mil votos, lo que implicaba una relación de debilidades y no de fuerzas. Construir y conservar la gobernabilidad depende de encontrar los rincones más progresistas de los sectores tradicionales y del centro, tal como lo había hecho la ADM-19 con Álvaro Gómez Hurtado en la constituyente.
Presidente, hoy no es hora de tuits de seis páginas. Es el momento de asumir que no puede cerrarle completamente la puerta a un gobierno de izquierda de otra generación distinta a la suya. En el camino de la autocrítica y de pensar más allá de su estabilidad puede encontrar la sensatez del acuerdo político. Recuerde bien que las transformaciones siguen el rumbo de lo posible y no de lo deseado.